El Gran Premio de Europa de 1950: 70 años del campeonato del mundo de pilotos
Era un miércoles 10 de Mayo de 1950. Un gran número de camiones con coloridas inscripciones en sus laterales iban llegando al aeródromo de Silverstone, transformado en autódromo en 1948, en el que se iba a disputar el «The Royal Grand Prix d’Europe incorporating The British Grand Prix» de 1950. En realidad, las carreras de coches habían vuelto a Europa tras la Segunda Guerra Mundial tan pronto como el 9 de Septiembre de 1945, y ya al año siguiente, el calendario de carreras para coches de Gran Premio se hizo muy amplio.
Pero faltaba algo. En 1925 se había creado el Campeonato del Mundo de Constructores. En 1931, una vez dejado de lado ese campeonato del Mundo, se creó el Campeonato de Europa de Pilotos, que con algunas interrupciones -1933 y 1934-, duró hasta 1939, hasta que estalló la segunda gran contienda. Así que las carreras habían vuelto a la escena, pero de una manera muy libre. En 1949, el mundo de las dos ruedas se adelantó, y creó el Campeonato del Mundo de Motociclismo. En ese momento, sólo existía un campeonato del mundo, el de fútbol. En parte como respuesta a ello, la F.I.A. -desde 1946 sustituta de la antigua Asociación Internacional de Clubes de Automovilismo Reconocidos, o A.I.A.C.R. por sus siglas en francés- decidió promover un campeonato para los monoplazas de Gran Premio. Pero no iba a ser de coches, sino de pilotos. Y tenía que ser un Mundial, pero en las reuniones previas se había decidido incluir seis Grandes Premios: Inglaterra, Mónaco, Suiza, Bélgica, Francia e Italia. Era más bien un Campeonato Europeo.
Así que el delegado estadounidense hizo notar esta flaqueza, y la solución para salvar tan gran fallo fue incluir a las 500 Millas de Indianápolis en el calendario del recién creado campeonato. Y así se salvaba de un plumazo la situación. El inicio del mismo sería en 1950. Y las reglas serían coches de 1.5 litros sobrealimentados, o de 4.5 atmosféricos. Puntuarían sólo los 5 primeros clasificados (8-6-4-3-2), más un punto por la vuelta rápida.
Y a Silverstone estaban llegando esos camiones, con los coches cargados: los italianos Alfa Romeo –primera vez que competirían en las islas tras haber arrasado en el continente- y Maserati, los franceses Talbot-Lago, los ingleses ERA y Alta. Nada de alemanes, que tenían vetada su participación en las carreras. Pero esos coches no eran coches fabricados específicamente para este nuevo campeonato, o no todos. Por ejemplo, el precioso y veloz Alfa 158 era un coche cuyo diseño se remontaba a 1938, para la categoría llamada “voiturette”, lo que sería una F2 de aquellos años. La Segunda Guerra Mundial provocó que fueran escondidos en un almacén de quesos, de donde fueron recuperados al terminar el conflicto, venciendo desde 1946 allá donde eran utilizados. Ahora, el coche respondía a la normativa de este nuevo campeonato. Y así pasaba con los demás.
Los pilotos también fueron llegando al circuito. Durante la Segunda Guerra Mundial, Silverstone era un aeródromo militar, desde donde despegaba la aviación aliada para sus incursiones en el continente. Terminada la guerra, aquella gran explanada quedó abandonada, y muy pronto se vio como el lugar ideal para la vuelta de las carreras en Gran Bretaña, pues Brooklands estaba destruido, y Donington Park muy descuidado. Así que en 1948, el Real Automóvil Club –RAC- le alquiló por un año al Ministerio del Aire las instalaciones, y el 2 de Octubre de ese año se disputó la primera carrera en el trazado, ganada por Luigi Villoresi a los mandos de un Maserati 4CLT. En un principio se usaba parte de la pista de despegue, pero ya en 1949 se hizo uso de los viales externos del aeródromo como pista de carreras, y que sería el mismo utilizado en 1950. Los nombres de algunas de sus curvas no dejan de ser curiosos, como la primera de ellas por entonces, Woodcote, por Woodcote Park, un club propiedad del RAC; Copse, por cómo se denominan a las pequeños y densos bosques que rodean el circuito; Becketts y Chapel deben su nombre a la cercana capilla de San Tomás de Beckett; la Recta del Hangar, es obvio, y aún quedan vestigios de los mismos; Stowe, por el nombre de una cercana escuela; y Abbey, que por entonces era la última curva (hoy es la primera), por las ruinas de la Abadía de Luffield (que también tendría su propia curva años después), fundada en el año 1.113, derrocada por el Rey Enrique VI en 1.493, y cuyas ruinas se encuentran cerca de la curva.
Pero aquellos hombres que iban llegando a Silverstone no eran jóvenes, sino que hundían sus raíces competitivas antes de la Segunda Guerra Mundial, que había truncado sus expectativas deportivas. Gente como Giuseppe Farina ya se había bregado en mil batallas con los Rudolf Caracciola, Tazio Nuvolari, Bernd Rosemeyer, Hans Stuck… nombres que parecían ahora sacados de un pasado muy remoto. Lo mismo se podría decir de Luigi Fagioli, o de Louis Chiron, de Louis Rosier. Eran pilotos mayores, venidos de otro tiempo, pero que se negaban a renunciar a su amado deporte. Tampoco los había mejores, e incluso los nuevos, como Juan Manuel Fangio, que apenas llevaba un año corriendo en Europa, era ya un hombre de treinta y ocho años. Luego había otros también entre dos tiempos como el príncipe tailandés Birabongse Bhanudej Bhanubandh –o Principe Bira-, o el barón suizo Emmanuel ‘Toulo’ de Graffenried, que había ganado el Gran Premio disputado en 1949. Incluso un músico de jazz como Johnny Claes, que se clasificaría último con su Talbot-Lago T26C –acabaría igualmente último-.
Pero es que ni siquiera en los carteles de la carrera se hablaba de un campeonato del mundo de pilotos, o de la nueva Fórmula Uno -que lo que había tomado eran las reglas de la Fórmula A de años precedentes, todo sea dicho-. En el fondo, a ojos de un neófito, no era más que otra carrera en el año, y ya se habían disputado cuatro hasta llegar a Silverstone. Y sin embargo, los participantes lo sabían, aunque no le daban mayor importancia. ¿Cuánto duraría esta vez este campeonato?. Estaba muy bien, algo organizado, un título por el que competir, pero era la competición pura en sí lo que había movido siempre a equipos y pilotos.
En el rápido Silverstone, Alfa Romeo no tenía rival. Su “triple F” -Farina, Fagioli, Fangio-, más el británico Reg Parnell, coparon la primera línea de la parrilla de salida. Ver aquellos coches rojos, por primera vez en suelo inglés, era a la vez entusiasmante y decepcionante para el público local, puesto que sus coches pintados de verde no eran capaces de poner la más mínima oposición. Alfa Romeo tenía en un coche de doce años el arma definitiva, y en sus pilotos, a los mejores de todos. Incluso Fangio, que no esperaba la llamada de Alfa Romeo para participar con ellos en el mundial, no dudó: en Alfa no sabían cuánto pedía el argentino por correr, pero éste contestó firmando el contrato y dejando en blanco la sección de remuneraciones al tiempo que les decía “llénenlo como quieran, ustedes ponen los ceros”. Así de bueno, así de deseable era pilotar el coche.
Por su parte, Ferrari, uno de los grandes nombres de la competición internacional desde los años treinta, no estaba presente para decepción del público y de los organizadores. La razón de su ausencia era una cuestión de dinero: las primas de participación y salida ofrecidas a la Scuderia no eran, a ojos de Enzo, suficientes para justificar una participación en este Gran Premio, por mucho que fuese el primero del recién creado campeonato del mundo. Sí que estarían presentes en el II BRDC International Trophy del 26 de agosto en el mismo trazado de Silverstone, pero no en este GP de Europa y de Gran Bretaña, que era además el 11º GP de Europa, y así se anunciaba como tal, reminiscencia clara de las épocas anteriores que los organizadores no habían suprimido.
El sábado, día de la carrera, más de 100.000 personas acudieron al circuito dispuestos a contemplar el ancestral rito de la velocidad, mientras BRM hacía una demostración de su monoplaza pensado para la competición. Incluso la familia real británica con el rey Jorge VI a la cabeza, acudió a la cita inaugural, debido a su rango de Gran Premio de Europa. Saludaron uno a uno a los veintiun participantes, y estuvieron muy al tanto de todo el entramado de las carreras, interesándose por los coches, saludando a los comisarios y disfrutando de los agasajos de la organización, en la que es la única visita de un rey o reina de Inglaterra a una prueba de la F1. Poco a poco, los coches se dirigieron a la pista, con los mecánicos velando por ellos mientras los pilotos apuraban algún cigarrillo, intentaban relajarse conversando o saludando a alguna hermosa espectadora, mientras que la Banda de la Guardia de Granaderos interpretaba los doce himnos de los participantes. Los mecánicos encendieron los motores, precalentándolos para que estuvieran en un estado óptimo para la salida.
Los pilotos se colocaron sus bonetes de cuero, y subieron una vez más a sus calientes bólidos, respirando los gases de escape, embriagados por la adrenalina a punto de ser liberada en su organismo. Se ajustaron las gafas de estilo aviador, mientras al frente, una bandera británica se erguía hacia el cielo. Era la señal de salida. Faltaban pocos instantes. Las revoluciones comenzaron a ascender, el ruido se hacía más fuerte, Giuseppe Farina engranó la primera marcha, listo para la salida, jugando con el pie derecho mientras subía y bajaba revoluciones.
Y la bandera bajó.
Los coches salieron disparados, dejando las marcas de sus neumáticos en la pista.
Había comenzado el campeonato del mundo de pilotos.