Almacén F-1

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G.P. DE HUNGRÍA, 1998: NADA ES IMPOSIBLE SI ES MICHAEL SCHUMACHER.-

En la historia de los Grandes Premios, hay un reducido número de parejas que, trabajando juntos, eran capaces de lograr funcionar como uno sólo, basándose en el talento recíproco, y en una confianza ciega en las habilidades del otro. Podríamos nombrar a Alfred Neubauer y Rudolf Caracciola en la Mercedes de los años treinta; a Colin Chapman y Jim Clark en la Lotus de los sesenta; a Ken Tyrrell y Jackie Stewart en los inicios de los setenta; a Ron Dennis y Ayrton Senna a finales de los ochenta y principios de los noventa, por ejemplo.

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Pero hay una, que precisamente comenzó su relación en los primeros años de la década de los noventa y la extendió hasta el año 2012, que posiblemente haya sido la combinación de estratega y piloto más unida de todos los tiempos. Hablamos de Ross Brawn y Michael Schumacher.

Ya había surgido esa química especial en los tiempos de Benetton, llevando al piloto alemán a lograr dos títulos mundiales. Luego, con la marcha de Schumacher a Ferrari, éste no dudó en pedir la llegada de Brawn a Maranello. Y llegó en 1997, sin tiempo para incidir en el diseño del coche, siendo el F300 de 1998 el primero surgido bajo la batuta de aquél equipo de ensueño formado por Byrne y Brawn en el diseño.

Pero el cambio normativo para la nueva temporada, con coches con un chasis más ancho, alerones más estrechos, distancia entre ejes acortada y la introducción de neumáticos estriados, provocó que el Ferrari, que no era un mal coche, fuera superado por el ingenio de Adrian Newey, recién llegado a Mclaren, con su implacable MP4/13. El inicio de temporada dejaba clara la situación, con un Mika Häkkinen que vencía las dos carreras inaugurales. Michael Schumacher no se rendía, como tampoco Ferrari, y pese a la superioridad manifiesta del finlandés y su monoplaza, pasado el ecuador de la temporada tras el G.P. de Inglaterra, estaban en segunda posición a sólo dos puntos del liderato. Dos Grandes Premios después, y tras sendas victorias del finlandés, la distancia se había ampliado a los dieciséis puntos.

Se llegaba así al G.P. de Hungría, a disputar el 16 de Agosto. Sólo Michael Schumacher era capaz de extraer la quinta esencia a su Ferrari F300, pero el Hungaroring era y sigue siendo un circuito complicado para adelantar. La clasificación sería crucial, pero durante el año los Mclaren habían arrasado en las poles (a excepción de en Austria, para Fisichella en un Benetton), y habitualmente con una distancia notoria. No fallaron tampoco en Hungría: los dos en la primera línea, Michael Schumacher en tercer lugar a casi medio segundo.

Aquél soleado domingo de agosto, la carrera no se presentaba muy alentadora para los intereses de Ferrari. Era de esperar una carrera dominada por los plateados monoplazas ingleses, y sólo un capricho de la fortuna o una jugada magistral podrían evitarlo. Pero eran 77 vueltas, y a la pareja Brawn-Schumacher nunca se la debía dar por vencida.

La salida fue el primer golpe. Porque quizás Michael podría adelantar a Coulthard, que salía por la parte más sucia del trazado. Pero al pasar por la primera curva, Häkkinen es el líder, Coulthard su escudero, y Schumacher, aunque pegado a la zaga del segundo Mclaren, un impotente tercero. Lo intenta, presiona en las primeras vueltas, prueba el adelantamiento o el error del escocés, pero es un muro infranqueable, más aún en este circuito.

En el muro de boxes, Ross Brawn, con su característico gesto serio pero sereno, piensa. Analiza datos, posibilidades, probabilidades. Y ve una, pero es bastante difícil que pueda suceder. Seguramente la aparca, sin desecharla, pensando en otras posibles jugadas estratégicas. Unos metros más allá, el muro de McLaren está calmado: la carrera discurre según lo planeado, ysalvo fallos del coche o del piloto, será prácticamente imposible derrocarles. Si encima ese impertinente alemán de Ferrari queda tercero, la brecha de puntos será más amplia, y el campeonato del mundo estará más cerca.

Brawn sigue pensando. Comenta. Mientras tanto, Schumacher no puede adelantar a Coulthard, y Häkkinen se ha alejado holgadamente. Tras la primera parada, en la vuelta 25, la situación seguía como al principio. Como un aguijón, esa idea aparcada brilla ante los ojos de Ross Brawn: hay que cambiar a tres paradas en boxes, intentar conseguirle pista libre a Michael, que sea todo lo rápido que pueda con un coche más ligero, y a esperar a ser héroes o fracasados.

Dicho y hecho. En la vuelta 42, el Ferrari número 3 se dirige de nuevo a los boxes. La parada es muy breve. Cuando se está reincorporando a la pista, la radio emite un ruido, y aparece la voz de Brawn, en lo que hoy es un mensaje legendario:

-«Tienes 19 vueltas para recuperar 25 segundos».

La respuesta fue sencilla:

-«Muchas gracias».

Y entonces, el silencio infinito en aquella radio. Era un hombre con una misión, y nada excitaba más las habilidades de Michael Schumacher al volante que los retos. En Mclaren ya no estaban tan tranquilos: habían captado la nueva estrategia de Ferrari, y encima Mika Häkkinen tenía algún tipo de problema. Así que, inmediatamente, ordenaron a David Coulthard que se detuviera en boxes en la vuelta 44, con la intención de que Schumacher no le superara, y poder seguir siendo un tapón para el alemán. Pero no funcionó. En sólo dos vueltas, Michael Schumacher ya había conseguido una ventaja de cuatro segundos respecto al escocés. Ya estaba segundo. La pista estaba al fin libre delante suyo. El espectáculo podía comenzar.

Pocas cosas son más certeras como el paso del tiempo, y el reloj no mentía. Vuelta tras vuelta, el Ferrari era más y más rápido, no arañando, no recortando, sino devorando la distancia con el líder. Mclaren se desespera, y se precipita, y reacciona tarde haciendo parar a Mika en la vuelta 46, para intentar de nuevo que el alemán no pueda superarles. Si Häkkinen sale delante, tendrá que adelantarlo en un circuito de adelantamientos escasos. Pero en el habitáculo del Ferrari hay un artista derrochando las facultades de su talento: cuando el Mclaren vuelve a pista, Schumacher es ya líder de la carrera con cinco segundos de ventaja.

No. Aún no está hecho, porque tendrá que volver a parar. La primera parte del plan ha sido impecable. Ahora es cuando toca ejecutar con maestría la jugada. Necesita por lo menos otros veinte segundos para que, cuando se detenga, el tiempo en boxes compense la distancia con el perseguidor y mantenga el liderato. Ross Brawn sabe que si alguien en este planeta puede lograrlo, es el hombre que mantiene un silencio sepulcral por la radio. En 1999, ya contaba el brillante ingeniero respecto a Schumacher, que

«Ha aprendido a digerir el estrés de maravilla. Michael raramente se enerva al volante. Así podemos establecer estrategias muy complicadas o arriesgadas y cambiarlas sobre la marcha. Él sabe continuar concentrado en la carrera».

El alemán está enlazando vueltas perfectas (salvo una pequeña excursión por la hierba en la última curva de la vuelta 52), regalando a los ojos de los espectadores ese don que consiste en convertir la velocidad en algo tangible, hermoso, emocionante. Perfecto en la trazada. Otra de las características que Brawn adoraba de él:

«Utiliza cada milímetro de la pista, y lo hace vuelta tras vuelta, con una regularidad y precisión impresionantes. Pasa siempre por el mismo sitio. Cuando les diga que una carrera es un encadenamiento de vueltas de clasificación, créanle. Pilota de esa manera».

Y en un circuito llamado el «Mónaco del Este» por su estrechez, donde la precisión se premia, Michael Schumacher estaba escribiendo una carrera imposible. Bajo aquél casco sólo había un objetivo: ganar. El hambre infinita de ser el mejor, y demostrarlo. Y estaba allí, empalmando vuelta rápida tras vuelta rápida, sacando una ventaja enorme a Häkkinen. Mclaren, desesperado, en un intento vano de tratar de conservar una posibilidad de victoria, ordenó al finlandés, debido a sus problemas, que dejara pasar a Coulthard. Quizás cuando el Ferrari volviese a parar, habría una oportunidad de estar delante suyo.

Michael Schumacher había recibido la orden de recuperar veinticinco segundos. Cuando paró por última vez, su ventaja era de veintisiete (y sin esa breve excursión por la hierba, hubieran sido más). Volvió a pista primero, con una distancia confortable sobre el escocés. La victoria era suya, con un peor coche, pero con un pilotaje de leyenda, absolutamente perfecto.

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Las declaraciones posteriores de Schumacher delataban lo difícil del objetivo, pero lo satisfactorio que había sido lograrlo:

«Fue increíblemente emotivo al final. Las personas se volvieron locas. Gracias a todos ellos por ayudarme y hacer de esta una de mis victorias más especiales. Tuve el sueño de que algo como esto podría suceder, pero pensé que era sólo un sueño. Yo no podía esperar esto. El equipo tomó la estrategia correcta y ha hecho un gran trabajo. No funcionó al principio y tuve que empujar como un demonio cuando Ross decidió ir a por las tres paradas. Cuando me dijo lo que tenía que hacer, le dije ‘muchas gracias’. Eran como 60 vueltas de calificación en definitiva, pero funcionó».

Ross Brawn sabía que el alemán podía hacerlo:

“Michael siempre se crece ante la ocasión. Empezamos la carrera con una estrategia abierta, pero una vez que estábamos detrás, tuvimos que ir a por las tres paradas. Era un riesgo, pero entonces no teníamos nada que perder. Le dije lo que tenía hacer y fue mucho pedir, pero ya lo ha hecho antes”.

Y el golpe moral al resto, desolador. Coulthard sólo podía decir:

“El ritmo que Michael fue capaz de mostrar antes de su última parada fue fenomenal. Yo no era capaz de empujar. Fue imposible una vez que estaba por delante. Es una notable actuación de Michael»

En el recuerdo queda como una de las carreras más magistrales del heptacampeón alemán. Una demostración de velocidad, de entrega, de lucha, de confianza en el equipo. De que nada es imposible, si Ross Brawn ordena, y Michael Schumacher ejecuta.

(Publicado el 19-7-2016 en http://www.laf1.es/articulos/gp-de-hungria-de-1998-nada-es-imposible-si-es-michael-schumacher-923061 )

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