Almacén F-1

Presente, pasado y futuro del deporte del motor

CIEN VECES LA TARGA.-

Y en un principio, fue el polvo.

El polvo que desde la línea de salida en Buonfornello levantaban los coches, con su forma todavía parecida a un carruaje algo modernizado. Una nube marrón que se alzó furiosamente bajo las ruedas del FIAT 24/40 de Vincenzo Lancia un 6 de Mayo de 1906.

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Había comenzado la construcción de un edificio deportivo de dimensiones colosales, con tan sólo unas motas de polvo que fueron presa de las corrientes de aire.

Años después, podrían ser sesenta, un hombre se ajusta las gafas y el casco, sentado en su automóvil sin techo. Frente a sí, se alza un edificio plagado de publicidad de la Agip: “Supercortemaggiore”. La gente abarrota la zona de salida, ahora en la legendaria “Floriopoli”. Cae una bandera, y parte dejando unas gruesas marcas negras en el asfalto. Fruto del ímpetu, en la primera y larga curva a derechas, controla un derrapaje que le seca la garganta y le recuerda que la Targa requiere paciencia y constancia.

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Atrás queda Floriopoli, donde partirán uno tras otro el resto de los participantes. Allí, algunas mujeres parecen contar las vueltas con unos collares en sus manos, circunspectas. Murmuran palabras en siciliano. Rezan. Alzan su plegaria por el novio, por el marido, por el hijo que, sediento de velocidad y riesgo, se aventura con su turismo deportivo a batirse con los dioses de las montañas madonitas. Cada paso de cuenta parece un cambio de marchas, y de esos se hacen muchos en cada vuelta. Ellos no vencerán, pero nutren la carrera. Sólo afrontan un desafío.

Desde un balcón, un muchacho espera impaciente el paso de un coche en la larga recta en que se ha convertido la Via Roma de Cerda. Desde que vio los carteles anunciando la carrera, está ansioso. Los oye desde lejos. Y al pasar, rugen. Entran en las casas y ocupan todo su espacio. Él sonríe. Mientras la “nonna”, en la cocina, selecciona los ingredientes para una “caponata”: la berenjena, las olivas, el tomate… y la “benzina” como aroma que anula al resto. Un domingo de mayo al año, se come con especias distintas.

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Desde allí, comienza la subida, la carretera intestina que exige al piloto concentración. El paisaje incita a detenerse, pero apartar la mirada de la carretera es el fin. Por momentos, no hay bordes en el asfalto: es un corredor de personas que agitan sus manos, que gritan con fuerza como intentando ahogar los motores. Se pasan una botella de “birra” y devoran un redondo “arancino”, hasta que llegue el siguiente, y el siguiente, y el siguiente, en una bacanal del automovilismo que les embriaga. La Targa es suya, es su patrimonio deportivo internacional. Es la locura organizativa de controlar a más de medio millón de personas esparcidas por setenta y dos kilómetros. Son las colas de coches que colapsan durante la noche las carreteras.

Izquierda, reduce marcha, frena, la sombra de un árbol, derecha, acelera, sube marcha, el sol, frena, reduce, los pilones de cemento, horquilla, acelera… La carretera sigue, asciende por la montaña hasta paisajes frondosos. Y en el valle que se expande, se oye el eco de los motores como el canto de una sirena que cada año llamaba a los hombres a su encuentro. La atracción de un lugar indomable en el que protagonizar una gesta propia de héroes. Porque ganar la Targa, fuera o no puntuable para un campeonato, era un logro del hombre y la máquina, una prueba de resistencia física y material. Con el riesgo siempre presente, rodando por carreteras de montaña a velocidades irracionales.

Sin título

Y se descendía. Desde Caltavuturo hasta Collesano. A una curva retratada hasta la saciedad: las paredes de la casa llenas de pintadas, los muros del pueblo convertidos en pancartas de apoyo a una marca, a un piloto, o sencillamente, a la Targa.

En una acera, una familia observa la carrera sentados en sillas. Los más ancianos visten su cabeza con la “coppola”. Ven pasar los coches a un metro de distancia, pero no se inmutan. Conversan de tiempos pasados: “Ntantu, Nuvolari…”, y pasan el día observando. Mañana volverán a sus quehaceres en el campo con su fiel “asino grigio”.

La pista sigue bajando, entre árboles y valles, y en el horizonte aparece la línea azul del mar. Campofelice ya no está lejos, con la Iglesia de Santa Rosalia que se impone al final de la calle, dominando Piazza Garibaldi. El mar, la brisa. El breve reposo de los “Ulises” en su particular Odisea. Sí, la recta de Buonfornello, un tiralíneas de siete kilómetros que reposaba los nervios a trescientos kilómetros por hora. Breve, en definitiva, como el descanso del guerrero, que volvía al cuartel de Floriopoli para comenzar de nuevo el combate.

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Y “supercortemaggiore”, y un rosario, y el niño que blande sus manos, y la gente ardiente que estrecha la carretera con sus cuerpos, abrazando su carrera. Como postales de un tiempo a punto de evaporarse, pendiente siempre de un hilo que no tardará en romperse.

Y aunque un Rally ofreció en pequeñas dosis, más digeribles, más racionales, la esencia de la Targa, el polvo, que fue en un principio, volvió a asentarse en el suelo.

Se apoderó de Floriopoli. De las voces. De las laderas de los montes. De las carreteras acostumbradas a la velocidad de los domingos de mayo de calor sofocante. De los pilotos. De los coches.

Pero no del recuerdo. No de la leyenda. Jamás de las emociones grabadas con fuerza en los anales de la historia.

Que cumple ciento diez años. Que celebra cien ediciones. Que por un momento, en el tramo entre una recuperada “Floriopoli” y Cerda, revivirá la imagen de los coches que escribieron la historia, con los pilotos que fueron los artesanos que fabricaron las emociones que vertebran el recuerdo indeleble de la carrera.

Y recordar lo pasado es la única manera de conseguir que jamás se pierda lo vivido. Limpiar el polvo acumulado, recuperar con decencia el brillo de un evento fascinante.

Que fue el sueño de un hombre.

Que fue la ilusión de miles.

Que sigue alimentando emociones.

Resurgiendo de las cenizas, la Targa. Cien veces.

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