Almacén F-1

Presente, pasado y futuro del deporte del motor

JIM CLARK: EL ESCOCÉS VOLADOR EN MONZA ’67

jim clark

Hoy se cumplen 46 largos años desde que James Clark, nacido en Kilmany (Escocia) un 4 de Marzo de 1936, tuvo aquél fatídico accidente en Hockenheim (Alemania) a bordo de su Lotus 48 de Fórmula 2. Un accidente extraño, que no tuvo una explicación convincente jamás. En un día lluvioso y gris, uno de los mayores talentos que haya visto el mundo del motor, perdía su vida. Ironías de la vida, podría haber estado en Brands Hatch ese mismo 7 de Abril corriendo con Ford la BOAC 500, pero su contrato con Lotus le había comprometido para la que era la primera carrera de la temporada de F2, en el entonces rapidísimo circuito de Hockenheim.

Sin embargo, apenas 7 meses antes, en otra pista de velocidad pura, Jim Clark demostró al mundo de la velocidad que estaba por encima de todos ellos. Fue el 10 de Septiembre de 1967, en el Gran Premio de Italia, en Monza.

Por aquél entonces, Monza era una sucesión de rectas empalmadas por curvas más o menos desafiantes, como la “Curva Grande” o “Ascari”, pero sin ninguna chicane que cortara sus inmensas rectas. El maravilloso Lotus 49 con motor Cosworth DFV V8, que había tenido su debut con victoria a manos del mismo Clark en el Gran Premio de Holanda de ese año, se mostró una vez más intratable en manos del escocés: pole con un tiempo de 1’28’5, 0’3 décimas mejor que el segundo clasificado, Jack Brabham (Brabham-Repco) y 0’81 mejor que el tercero, Bruce Mclaren (Mclaren-BRM).

Pero la salida no fue buena, y en la primera vuelta pasó cuarto, para escalar al segundo puesto en la segunda vuelta, y al liderato en la tercera. Bien, pista despejada. Hora de acelerar. Jim Clark tenía unas manos prodigiosas. Era ya doble campeón del Mundo (1963 y 1965), y al acabar el año, igualaría el número de victorias (24) de Fangio, cifra que superó en el primer Gran Premio de la temporada de 1968, el de Sudáfrica, en Kyalami, donde consiguió su 25ª y última victoria. Su precisión y su velocidad eran, para quienes lo vieron en acción, impresionantes. Sólo la fragilidad de sus máquinas (siempre fue fiel a Lotus y Colin Chapman) le privó de resultados y estadísticas mucho más abultadas. Pero en aquella época, eso no importaba tanto.

Así que ahí estaba de nuevo. Líder. Imponiendo su ritmo endiablado, escapándose de todos los rivales a través del Parco Reale. Hasta la vuelta 9 de las 68 previstas. Una extraña vibración le hizo bajar el ritmo. Denny Hulme, a la postre campeón del Mundo ese año, se aproxima, y le arrebata el liderato, aunque Clark pelea y recupera la posición una vuelta después. Cuando al final de la vuelta 12, Hulme adelanta de nuevo a Clark en la curva “Parabólica”, el neozelandés le hace una señal a Clark: la rueda. Clark comprende el mensaje de Hulme. Su rueda está pinchada y no hay más remedio que parar en boxes.

Pero entonces no era algo tan veloz como ahora. De hecho, los esforzados mecánicos de Clark tardan tanto que el escocés pierde una vuelta entera, y se reintegra a la carrera en la posición decimosexta. Era la vuelta 14, y podía vislumbrar a los líderes en la lejanía. Y entonces, se desató la tormenta de la velocidad.

Allí sentado, delante de aquél ruidoso motor, rodeado de gasolina en un tórrido día de verano en la Lombardía, doblado tras un infortunio, ¿qué podría estar pensando Jim Clark?. ¿Pudo acordarse de Juan Manuel Fangio y su legendaria carrera de Alemania 1957?. ¿Se retó a sí mismo contra todos?. Imposible saberlo. Pero lo que hizo es digno de ser recordado como, si no la mayor, una de las mayores hazañas de un hombre y una máquina de carreras en la historia. Uno de esos pocos momentos en que el piloto y su máquina forman un único ente, y se desenvuelven en el espacio-tiempo con precisión matemática.

Clark empezó a rodar un segundo por vuelta más rápido que todos sus rivales. Cada vuelta era una nueva vuelta rápida. De modo que en la vuelta 22 estaba a las espaldas del grupo de los líderes, Graham Hill, Denny Hulme y Jack Brabham, pero no para recuperar el liderato, ¡sino para desdoblarse!. En la vuelta 24 conseguía finalmente adelantar al entonces líder, Hulme, y ponerse en la misma vuelta que ellos, rodando justo delante.

Una vez hecho el primer paso, tocaba lo complicado: recuperar los 5.750 metros que medía Monza, volverse a poner detrás de los líderes, y adelantarlos de nuevo. En 44 vueltas. Con el sentido común, nadie hubiera apostado a que fuera posible. Pero era Clark. Y era uno de esos días.

Recta a recta, curva a curva, fue arañando cada décima. En la vuelta 26 marcó el giro más rápido de la carrera en 1’28’5: ¡el mismo tiempo que su propia pole, pero con un depósito mucho más cargado de combustible!. Algo raro de ver entonces, e imposible hoy en día (que un piloto iguale en carrera su tiempo de clasificación). La fortuna sonrió un poco a Clark: Hulme se retiró por calentamiento del motor, y algunos otros competidores fueron cayendo. Pero él seguía su objetivo con precisión. Sin errores. Sólo velocidad.

En la vuelta 47 ya está en los puntos. Es sexto. Quinto en la 49. Cuarto en la 54. Con el abandono de Hill en la 58, es tercero. Pero en la vuelta 59 adelanta a John Surtees (Honda). Y en la vuelta 60, al líder, Brabham. Sólo faltaban 8 vueltas para acabar la carrera. En 36 vueltas había logrado lo que parecía imposible. Incluso empezó a obtener una pequeña distancia.

Al comenzar la última vuelta, Clark iba enfilado a obtener una victoria épica. Pero al llegar a la “Curva Grande”, la primera y pronunciada curva a derechas del circuito, algo falló: el motor Cosworth ya no empujaba igual, y en mitad de la curva se paró. Sólo los reflejos de Clark evitaron que acabara contra la valla de seguridad. Hulme y Surtees le pasaron como un rayo. La bomba de la gasolina ya no surtía de combustible a su motor. Había exprimido tanto el coche, que se quedaba sin gasolina. Así que sólo le quedaba arrastrarse por la pista e intentar llegar a meta, mientras por delante, John Surtees lograba la victoria frente a Jack Brabham sobre la misma línea de meta, debido a que Brabham cometió un pequeño error en la última curva (aunque gracias al rebufo en la recta casi lo vuelve a adelantar), consiguiendo la segunda victoria en F-1 para Honda (y la última hasta la de Jenson Button en Hungría 2006).

¿Y el tercero?. Cuando ya nadie esperaba verlo llegar, tras la Parabólica apareció el Lotus de Clark, agotando hasta la última gota del preciado combustible, para llegar 3º, a 23’1 segundos de los vencedores.

No, Clark no se lamentó por aquella victoria perdida. No hubo quejas. ¿Qué sentido tenía haberlas hecho?. Se había divertido, seguro. Pese a que era un hombre humilde y sencillo, de carácter afable, y que no se vanagloriaba de su talento, había demostrado a todos que era el mejor. Con diferencia. Muy por delante de todos. Había regalado un momento épico para este deporte. Y así se lo hicieron ver levantándolo a hombros.

Por eso su pérdida aquél 7 de Abril de 1968 fue un golpe durísimo para la comunidad automovilística. Nadie podía comprender que el mejor piloto de su generación hubiera fallecido, porque Jim era intocable. El propio Bruce Mclaren, que desparecería en un accidente dos años después, calificaría lo que su pérdida significaba:

«Jimmy estaba al nivel, tal vez incluso por encima, de Nuvolari, Fangio y Moss, y creo que todos pensamos que era de alguna manera invencible. Que haya muerto en un accidente con un coche de Fórmula 2 es casi inaceptable».

Porque ese tranquilo pastor escocés (ocupación a la que se dedicaba muy a menudo) se transformaba detrás de un volante. Su palmarés le sigue colocando entre los mejores de este deporte:

-2 campeonatos del mundo (1963-1965)

-Ganador de las 500 Millas de Indianápolis en 1965 (único piloto en ganar el Mundial de F-1 y las 500 Millas el mismo año).

-3 títulos de la Tasman Series (1965, 1967 y 1968).

-3º en las 24 Horas de Le Mans de 1960 (con Roy Salvadori de compañero, a bordo de un Aston Martin).

-72 G.P., 25 victorias (34’72%), 33 poles (45’83%), 28 vueltas rápidas (38’89%), 32 podiums (44’44%), 28 abandonos, 3.916 vueltas (de las cuales 1943 en el liderato), 8 Grand Chelems (Pole, Victoria, Vuelta Rápida y toda la carrera líder, record absoluto todavía hoy), record de mayor porcentaje de vueltas lideradas en una temporada (71’47% en 1963)…

Pero eso son fríos números. Impresionantes, pero no cuentan todo. Jackie Stewart diría de él:

“Era tan suave, tan limpio, conducía con tanta delicadeza. Nunca acosaba a un coche de carreras, sino que lo acariciaba para que hiciera las cosas que quería que hiciera”.

Chris Amon, otro piloto coetáneo a Clark, y que iba tras él aquél día en Hockenheim, resumió lo que significaba la muerte de éste:

«Además del dolor, había otra dimensión por completo: si le podía pasar a él, ¿qué posibilidades teníamos el resto de nosotros? Creo que todos sentimos que habíamos perdido a nuestro líder».

Aquél piloto con cara de tímido, reservado, pero sonriente, había dejado un hueco insalvable en su generación. Se había ido la referencia. Se había ido el mejor, el “escocés volador”.

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